La invasión rusa de Ucrania nos ha recordado que la transición energética no va solo de afrontar el desafío climático, sino también de independencia y redistribución del poder y de la energía.
El modelo energético vigente, basado en los combustibles fósiles, está en el origen de buena parte de los conflictos que han asolado el mundo en los dos últimos siglos. Los yacimientos de gas y petróleo se reparten de forma caprichosa por el subsuelo terrestre. Tener acceso seguro y asequible a la energía es crítico para cualquier país y ello ha justificado guerras, golpes de estado, dictaduras corruptas, desigualdad y mucho de lo peor de la historia humana reciente.
Un modelo energético basado en las renovables cambia el tablero de juego. El viento y el sol son ubicuos. En prácticamente cada rincón del planeta, los flujos biosféricos hacen posible un nivel de autonomía energética como nunca desde el inicio de la industrialización. Que las tecnologías solar y eólica sean, en estos momentos, las formas más baratas de producir electricidad, permite pensar en un futuro no muy lejano en el que las tensiones geoestratégicas se atemperen significativamente.
Pero, entre tanto, ¿qué es lo que ha permitido que Putin diera rienda suelta a sus más bajos instintos de conquista?
Pues fundamentalmente que, a pesar de que llevamos décadas hablando de cambio climático y de renovables, los combustibles fósiles siguen representando el 80% de toda la energía primaria. Y, también porque llevamos décadas hablando de la necesaria transición energética, el sector no está invirtiendo todo lo que sería necesario en prospección, refino y transporte para garantizar a futuro los niveles de suministro requeridos. Estamos por tanto en el peor de los mundos posibles: se consume más gas y petróleo que nunca, pero los capitales internacionales no quieren financiar nuevas inversiones por si la crisis climática obliga a recortes más acelerados que impidan amortizar esas mismas inversiones. El resultado: precios disparados que difícilmente van a volver a niveles prepandemia.
Esta es la oportunidad que ha aprovechado Putin para lanzar su órdago. Con los precios del gas cuatro veces más caros que hace un año y con el barril de petróleo por encima de los 80 dólares (en estos momentos, cerca de los 110 dólares) ha podido generar un colchón financiero considerable con el que cubrir el impacto de las inevitables sanciones. Una vez iniciada la guerra, los precios, como no podía ser de otra manera, no han hecho sino subir. De esta forma, el coste militar le puede salir gratis. Esto no hubiera sido posible si Europa (y en particular Alemania, aunque también otros países como Italia) no fuera absolutamente dependiente del gas ruso. Alemania no tiene regasificadoras (España tiene 7) y, por tanto, no puede reemplazar el gas que llega por gaseoducto desde Rusia por gas licuado procedente de otros países. Estamos, por tanto, quitándole por un lado (sanciones de todo tipo) lo que damos por el otro (compra masiva de gas a precios mucho más altos).
Putin tenía que intentarlo. Es quizá su última oportunidad. Pero esta oportunidad ha sido posible solo por la miopía de los gobiernos y las sociedades y la avaricia del gran capital, que ha hecho que llevemos décadas remoloneando frente a la urgencia de la crisis climática. Si hubiéramos actuado con determinación ante la gravedad del problema, Putin seguramente no hubiera invadido Ucrania.
Pero también podría ser, paradojas de la Historia, que Putin haya sido lo que necesitábamos para terminar de remover las obscenas resistencias actuales ante el problema del cambio climático.
El hecho de que la electricidad lleve desde el verano pasado en precios prohibitivos está en buena medida detrás de que nuestro país haya vivido un auténtico boom de instalaciones de autoconsumo fotovoltaico. Nada menos que 1,2 GW de potencia en un año en el que todavía no se habían desplegado el inestimable apoyo de las subvenciones vía fondos de reestructuración europeos. No estamos en las cifras de Vietnam, que con el doble de población de España, casi supera los 9 GW, pero, desde luego, sí por encima de los 0,6 GW del año anterior. En España, según el Ministerio había unos 1,5 GW hasta 2020, así que, en solo un año, casi se ha duplicado la potencia instalada.
Además, y de acuerdo con las estadísticas de Red Eléctrica de España (REE), la potencia fotovoltaica instalada hasta 2021 ascendió a unos 15 GW. Estamos hablando fundamentalmente de instalaciones con derecho a prima de las construidas antes de 2014 (4,5 GW, aproximadamente) y otros 10,5 GW de huertos solares de construcción más reciente. Comparando con los datos de 2020 (11,7 GW), eso supone un incremento anual de 3,3 GW. En estas estadísticas además no figuran, en principio, las instalaciones de autoconsumo, por lo que estaríamos hablando de una potencia fotovoltaica total de unos 17,5 GW y de un incremento anual conjunto de 4,5 GW.
En el Plan Nacional Integrado de Energía y Clima (PNIEC), el documento oficial del gobierno con la estrategia-país para cumplir con nuestros compromisos climáticos, se prevé que en 2025 la potencia total fotovoltaica sea de 25 GW y llegue a los 39 MW en 2030. Se trata de objetivos ambiciosos y así se definieron con motivo de la presentación del plan.
Pero es que, a un ritmo de 4,5 nuevos GW al año (que no tendrían por qué no darse), las cifras serían muy otras: 35,5 GW en 2025 y 58 GW en 2030. Además, si hemos sido capaces de montar 4,5 GW en un año, bien podríamos acelerar ese ritmo. No entramos a considerar aquí el indiscutible impacto ambiental y paisajístico de los huertos solares, la complejidad de integrar en el sistema una generación no gestionable como la solar, ni del desafío en términos de materias primas que va a suponer toda esa nueva potencia de generación.
La invasión rusa de Ucrania nos ha recordado que la transición energética no va solo de afrontar el desafío climático, sino también de independencia y redistribución del poder.
Lo que se quiere destacar aquí es que, con un despliegue así de solo una tecnología renovable, en 2030 el gas pasaría a tener un rol absolutamente marginal en el mix eléctrico (ahora mismo representa el 27% del total de electricidad consumida), lo que, unido a cambios similares en otros sectores consumidores de energía primaria, mandaría a Putin, o al sátrapa que lo sustituyera, al rincón de la Historia.
Los precios altos de los combustibles fósiles, retroalimentados por las ansias de poder del gobernante ruso, podrían ser, por tanto, lo que la Humanidad necesita en estos momentos para cambiar el modelo energético y productivo antes de que el calentamiento global supere umbrales críticos. Y para cambiar las dinámicas del poder, entre países y entre personas.